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- He dejado el coche ahí abajo y estoy buscando al doctor Glenn.
- Vuelva a cruzar el seto, por favor. Encontrará un camino que rodea el edificio y llega a
la puerta principal.
Barbee casi no se enteró de la explicación, pues estaba ocupado en observar a
Rowena Mondrick. Se había puesto rígida al oír la voz de Barbee y permanecía inmóvil
entre las dos enfermeras, como paralizada de terror. Había perdido las gafas negras al
caerse y se le veían las órbitas vacías, terribles, que transformaban su rostro blanco en
una máscara horrenda.
- ¡Es Will Barbee!
Pero él no tenía ya ningún deseo de dirigirle la palabra. Ya había oído bastante. Sabía
que cualquier cosa que ella le dijera sólo serviría para enredarle aún más en aquella
negra malla de dudas monstruosas. Sólo de verla allí, ante él, sentía que el terror le
dominaba. Sin embargo, no pudo contenerse y soltó un torrente de preguntas:
- Dígame, Rowena, ¿qué es lo que hay que decir a Sam? ¿De qué quiere prevenirle?
¿Por qué la atacó un leopardo en Nigeria? ¿Qué clase de leopardo era? ¿Qué buscaba
allí el doctor Mondrick y después en Ala-Shan? ¿Qué han traído el doctor y Sam en la
caja verde? ¿Quién querría asesinarles?
Ella retrocedió, bamboleando la espantosa cabeza.
- Cállese, por favor - dijo una de las enfermeras -, no moleste a nuestros pacientes. Si
realmente quiere ver al doctor Glenn pase por la puerta principal y pregunte por él a la
recepcionista. Y, si no quiere verle, haga el favor de salir de la propiedad.
Dieron media vuelta y se fueron las tres.
Pero, sin poderlo evitar, Barbee corrió tras ellas, gritando furioso:
- ¿Quiénes son esos enemigos misteriosos? ¿Quiénes son los asesinos nocturnos?
¿Quién quiere hacer daño a Sam Quain?
- ¿De verdad que no lo sabes, Will Barbee? No te conoces a ti mismo.
De repente, Barbee no pudo articular palabra.
- Será mejor que no siga, señor - dijo la enfermera -. Márchese.
Y desaparecieron...
En la recepción, la simpática sacerdotisa del antiguo Egipto dejó los auriculares con
una sonrisa de bienvenida:
- Buenos días, señor Barbee. ¿Le puedo servir en algo?
Con dificultad, Barbee le explicó que quería ver al doctor Glenn.
- Sigue ocupado. Si ha venido a interesarse por la señora Mondrick, creo que reacciona
muy bien al tratamiento. Pero aún no puede verla. El doctor no quiere que reciba visitas.
- Acabo de verla - dijo Barbee -. Y no sé si reacciona tan bien como usted dice. De
todos modos, tengo que ver al doctor Glenn. Es para que me vea a mí.
- ¿Y no le gustaría ver al doctor Banzel? Es especialista en diagnósticos. ¿O al doctor
Dilthey? Cualquiera de los dos. Estoy segura que...
- ¡No! No quiero. Dígale al doctor Glenn que yo he ayudado a una loba blanca a matar
al perro de la señora Mondrick y creo que tendrá tiempo de recibirme.
La belleza exótica de alargado cráneo se volvió con gracia, metió una ficha en una
ranura y susurró unas palabras ininteligibles en el receptor que llevaba sujeto al cuello.
Luego volvió a dirigirse a Barbee:
- El doctor Glenn le recibirá enseguida. Espere un segundo a que la señorita Graulitz
venga a recogerle, por favor.
La señorita Graulitz era una mujer musculosa de rostro caballuno y ojos vidriosos.
Barbee la siguió por un silencioso pasillo interminable y entraron en un pequeño
despacho.
Con una voz de cuerno inglés que intentaba infructuosamente disimular, la enfermera
empezó a hacerle una serie de preguntas: quién pagaría su cuenta, qué enfermedades
había tenido en su vida y qué cantidad de alcohol bebía a diario. Anotaba sus respuestas
en una tarjeta. Después le hizo firmar y él ni siquiera intentó leer lo que firmaba. Acababa
de terminar cuando la puerta se abrió. La tremenda enfermera se levantó de un salto y
dijo con la máxima dulzura que le fue posible:
- El doctor Glenn le va a ver.
El famoso psiquiatra era un hombre alto, guapo, de abundante cabello negro y rizado y
ojos castaños. Sonrió cordialmente y tendió a Barbee una mano bien cuidada. Barbee
tuvo la desconcertante impresión de encontrarse ante una persona a quien había
conocido muy bien en otra época y a quien ahora, en cambio, le costaba reconocer. Cierto
era que había asistido a conferencias suyas para redactar una reseña en el periódico.
«Debía ser eso», se dijo. Y, sin embargo, no acababa de quedarse convencido, porque le
persistía la sensación de que se trataba de algo mucho más antiguo e íntimo.
- Buenos días, señor Barbee, pase, por favor...
Barbee se sentó en silencio. Se sentía nervioso.
Glenn se dejó caer sobre otra butaca y golpeó un cigarrillo en la uña. Parecía
competente, tranquilizador, seguro de sí mismo. «Es curioso - pensaba - que antes no me
haya producido esta impresión, que no le haya reconocido como ahora cuando fui a sus
conferencias.»
- ¿Un cigarrillo? - ofreció Glenn -. Vamos a ver, ¿qué es lo que no marcha?
Barbee hizo acopio de valor y dijo:
- Brujería.
Glenn ni se inmutó.
- O he sido embrujado o estoy a punto de volverme loco - explicó Barbee.
- Cuénteme, pues.
- Todo empezó el lunes por la noche, en el aeropuerto - al principio, le resultó difícil
hablar, pero pronto se sintió lleno de aplomo -: estaba en el aeropuerto cuando se me
acercó una chica pelirroja...
Y le contó todo: la súbita muerte del profesor, el gatito estrangulado, el inexplicable
temor que manifestaban los ayudantes del doctor, los cuales no se apartaban de la caja
verde traída de Asia. Le describió el sueño en que había corrido al lado de April Bell,
convertida en loba blanca, y cómo, entre ambos, habían matado a Turco.
Cuando levantó la cabeza, sólo vio interés profesional y simpatía en la cara de Glenn.
- Y ayer por la noche, doctor, soñé otra vez. Pero entonces era un tigre prehistórico.
Todo era extrañamente real. Conmigo venía la misma chica y me decía lo que tenía que
hacer. Seguimos al coche de Rex Chittum por la montaña y le maté en la carretera del
Monte Sardis.
El horror que le producían la extraña pesadilla y el terrible despertar se atenuó al
efectuar el relato. Sin duda, la tranquilidad de Glenn resultaba contagiosa. Sin embargo, al
final, su enronquecida voz volvió a temblar:
- Rex ha muerto exactamente como yo le maté en mi sueño - mientras hablaba,
espiaba anhelante el rostro de Glenn -. Dígame, doctor, ¿cómo puede un sueño coincidir
así con la realidad? ¿Cree usted realmente que yo maté anoche a Rex Chittum bajo el
efecto de un hechizo? ¿O cree usted que estoy loco?
- Para esclarecer el asunto - dijo Archer Glenn -, nos va a hacer falta un poco más de
tiempo. Le propongo que se quede usted en Glenhaven unos días. Así estará
perfectamente atendido por nuestros médicos.
- ¡Pero bueno! - gritó Barbee -. ¿Es que realmente he hecho todas esas cosas que creo
haber soñado? ¿O estoy loco?
Glenn no se movió. Le miró con sus grandes ojos serenos y se recostó en el respaldo
de la butaca. Después dijo:
- Muchas veces, lo que sucede no es tan importante como la interpretación que
consciente o inconscientemente damos a esos hechos. De todas formas, hay un dato que
me parece significativo. Todos y cada uno de los incidentes que me ha contado, desde la [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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