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corrieron presto, y, con mucha diligencia lavado el cuerpo, en aquella
misma sepultura la enterraron, dando perpetua compañera a su marido.
Trasilo, vistas todas estas cosas que por él habían pasado, no pudiendo
hallar género de muerte que satisficiese a su presente tribulación, y
teniéndose por muy cierto que ninguna espada ni cuchillo podía bastar a la
gran traición por él cometida, hízose llevar al sepulcro de Lepolemo, y
estando allí dijo así:
-¡Oh ánimas enemigas, veis aquí dónde viene la víctima y sacrificio de
su propia voluntad para vuestra venganza!
Y diciendo esto, lanzose en el sepulcro, y, cerradas las puertas de la
tumba, deliberó por hambre sacar de sí el ánima, condenada por su
sentencia.
Capítulo II
Cómo después que los vaqueros y yegüerizos y mayordomos del ganado de
Carites y Lepolemo supieron que sus señores eran muertos, robada toda la
hacienda que estaba en la alquería, huyeron para tierras extrañas; y de lo
que por el camino les aconteció.
Contando estas cosas aquel mancebo que allí había venido a los otros
labradores, que con gran atención lo escuchaban, suspiraba algunas veces,
y otras también lloraba, mostrando gran pena. Entonces ellos, temiendo la
novedad de la mudanza de otro señor y habiendo gran mancilla de la
desdicha que vino en la casa de su señor, aparejáronse para huir; pero aquel
mayordomo de la casa que tenía cargo de las yeguas y ganado, el cual me
recibió muy recomendado para tratar y curarme bien, todas cuantas cosas
había de precio en la casa lo cargó encima de mis espaldas y de otros
caballos, y así se partió desamparando ésta su primera morada. Nosotros
llevábamos a cuestas niños, mujeres; llevábamos gallinas, pollos, pájaros,
gatos y perrillos, y cualquier otra cosa que por su flaco paso podía detener
la huida, andaba con nuestros pies; y como quiera que la carga era grande,
no me fatigaba el peso de ella; antes, la huida era gozosa para mí, por dejar
aquel bellaco que me quería castrar y deshacerme de hombre.
Yendo por nuestro camino, habiendo pasado una cuesta muy áspera de
un espeso monte, entramos por unos grandes campos, y ya que la noche
venía, que casi no veíamos el camino, llegamos a una villa muy rica y
gruesa, adonde los vecinos nos defendieron que no caminásemos de noche,
ni aun tampoco de mañana antes del día, porque había por allí infinitos
lobos muy grandes y de terribles cuerpos, feroces y muy bravos, que
estaban acostumbrados a destruir y maltratar toda aquella tierra y que
salteaban en los caminos a manera de ladrones, matando a los que pasaban;
y aun con la hambre eran tan rabiosos, que combatían y entraban en los
lugares que por allí había, de manera que el daño y destrucción que habían
hecho en los ganados ya lo comenzaban a hacer en los hombres;
finalmente, nos dijeron que por aquel camino por donde habíamos de pasar
había muchos cuerpos de hombres medio comidos, blanqueando los huesos
y roídos, sin ninguna carne; y por esto, que fuésemos mucho sobre aviso,
que no anduviésemos por aquel camino sino en día claro y sereno, que el
día fuese ya bien alto y el Sol esforzado, excusándonos y apartándonos de
los montes, donde ellos acechaban, porque con el Sol del día el ímpetu y
braveza de estas bestias fieras se refrena y detiene, y que no fuésemos
derramados, mas toda la compañía junta pasásemos aquellos peligros y
dificultades. Pero aquellos malvados huidores que nos llevaban, ciegos con
el atrevimiento de la prisa que ellos llevaban y miedo que no los siguiesen,
desechado el consejo saludable que les daban, no esperaron el día, mas
cerca de media noche nos cargaron y comenzaron a caminar. Entonces yo,
por miedo del peligro susodicho, cuanto más pude me metí en medio de
todos, y, escondido en medio de todas las otras bestias, procuraba cuanto
podía de defender mis ancas que no me mordiese algún lobo, y todos se
maravillaban cómo yo andaba más liviano que cuantos caballos allí iban;
pero aquello no era livianeza de alegría, mas era indicio del miedo que
llevaba. Finalmente, que yo pensaba entre mí que aquel caballo Pegaso, por
miedo, le habían nacido alas con que voló, y por eso voló hasta el cielo,
habiendo miedo que no le mordiese la ardiente Quimera. Aquellos pastores
que nos llevaban hiciéronse a manera de un ejército: unos llevaban lanzas;
otros, dardos; otros, ballestas, y otros, palos y piedras en las manos, de las
cuales había asaz abundancia, porque el camino era todo lleno de ellas;
otros llevaban picas bien agudas, y algunos había que llevaban hachas
ardiendo por espantar los lobos; en tal manera iban, que no les faltaba sino
una trompeta para que pareciera hueste de batalla. Pero como quiera que
pasamos nuestro miedo sin peligro, caímos en otro lazo mucho mayor,
porque los lobos, o por ver mucha gente, o por las lumbres, de que ellos
han gran miedo, o por ventura porque eran idos a otra parte, ninguno de
ellos vimos ni pareció cerca ni lejos; mas los vecinos de aquellas quinterías,
por donde pasábamos, como vieron tanta gente armada, pensaron que eran
ladrones, y proveyendo a sus bienes y haciendas, con gran temor que tenían
de ser robados, llamaron a los perros y mastines, que eran más rabiosos y
feroces que lobos y más crueles que osos, los cuales tenían criados así
bravos y furiosos para guarda de sus casas y ganados, y con sus silbos
acostumbrados y otras tales voces enhotaron los perros contra nosotros, y
ellos, además de su propia braveza, esforzados con las voces de sus amos, [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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