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-Deberamos estar ah. Murindonos con ellos -dijo Milagros como parte de una deshil-
vanada conversación con su cuado.
El boticario Sauri se negó a sentirse culpable de no tener un arma ni quererla.
-La prohibición absoluta de matar a un ser humano debe ser el principio de cualquier ti-
ca coherente. Nadie tiene derecho a matar a nadie -dijo como haba dicho siempre que ne-
cesitaba un argumento para oponerse a la guerra.
-Hablas como si quedara otro remedio -le contestó Milagros.
-Ha de quedar alguno. Yo no quiero ser hroe. El herosmo es un culto al asesinato -
sentenció.
Durante ms de dos horas el ruido de un combate encarnizado lastimó sus odos. Hasta
que poco a poco, los disparos fueron dndose tregua y el silencio como un vaticinio tomó
el aire de la ciudad.
Mximo Serdn y casi todos los defensores de las azoteas estaban muertos. Carmen se
lo avisó a su hermano Aquiles. l hizo una mueca que su hermana cargara en el recuerdo
el resto de su vida y dejó de disparar. Un grupo de rurales se acercó al zagun de la casa.
Fuera de s por la muerte de su hermano Mximo, Carmen le dijo a Aquiles:
-Mira, acabaremos con todos esos.
Aquiles la miró desconsolado.
-No hay ningn jefe con ellos. Si yo supiera que con su muerte triunfaramos los matara
a todos, pero estamos perdidos de todas maneras. Me esconder -dijo quitndose el abri-
go.
Mientras Aquiles buscaba un refugio, Carmen siguió disparando desde la ventana, hasta
que Filomena, la esposa de Aquiles, la jaló por la falda y la obligó a suspender el fuego.
Hablndole suave, la fue llevando hasta el cuarto en el que haban estado durante todo el
combate ella, que estaba embarazada, y la madre de los Serdn.
Tras romper la puerta a tiros, los federales entraron a la casa. Buscando a Aquiles, uno
de los jefes llegó hasta el cuarto en que estaban las mujeres y las tomó presas.
Escondido en un sótano fro y sudando tras el combate, Aquiles sufrió un enfriamiento
que en pocas horas se volvió pulmona. Pasada la media noche, no pudo contener la tos.
Los hombres que estaban de guardia en el comedor, bajo cuyo piso quedaba el sótano cu-
bierto por una alfombra, lo escucharon. Un oficial de gendarmes se acercó, levantó la tapa
del sótano, lo encontró y disparó a quemarropa. El resultado del levantamiento: veinte
muertos, cuatro heridos, siete prisioneros y una derrota.
Doscientos soldados llegaron de Mxico en los siguientes das. Ms de trescientos mili-
cianos bajaron a la ciudad trados desde varios pueblos en la sierra, el jefe de la zona mili-
tar compró todas las existencias de las armeras para evitar que cayeran en manos de sus
enemigos, el sueldo del Batallón Zaragoza ascendió a 37 centavos por da para los solda-
dos rasos. El gobierno ordenó a los jefes polticos que entregaran dos reportes diarios de-
tallando cualquier actividad extraa que ocurriera en sus distritos.
Como si hiciera falta intimidar ms, las autoridades exhibieron el cadver de Aquiles
Serdn. Milagros se empeó en ir a verlo. Rivadeneira fue con ella como una sombra. Vol-
vieron a su casa mirando las piedras de las banquetas, apoyados uno en el otro.
-Eligió la mejor parte -dijo Milagros cuando cruzaban el umbral del mundo que los cobi-
jara.
La revuelta en Puebla fue un fracaso, pero corrió como el fuego por el pas. Para el cum-
pleaos de Emilia, en febrero de 1911, los rebeldes de Chihuahua haban logrado echar de
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su territorio al ejrcito federal y extendan su movimiento a la región de las minas en el
oriente de Sonora. Haba levantados por todas partes. Muchos fracasaban, pero otros em-
prendan la revuelta y muchos ms celebraban en privado el xito de sus victorias.
La primera carta de Daniel desde que se inició la guerra, llegó por correo normal, sucia y
remota, a finales de abril. La haba puesto en la oficina de correos de un poblado en el norte
de Zacatecas. Estaba firmada con un Yo en letra grande y era una lista de te quieros y te ex-
traos sin ms detalles ni ms destinatario que el corazón de la doctora Sauri.
-Doctora, yo! Nada ms esa mentira me faltaba en su lista -dijo Emilia. Llevaba meses
maldiciendo contra la incertidumbre que le impeda ir a la universidad a estudiar para con-
vertirse en una doctora de verdad. Su padre viva repitindole que los mdicos no se hacen
con diplomas y que si ella saba curar enfermos sera mdico, lo quisieran o no las autori-
dades de la universidad. En cambio, l poda dar fe, haba varios dueos de un ttulo que no
eran capaces de curar ni un raspón.
Para no discutir con su padre ni con los rigores de la vida en la repblica, Emilia haba
vuelto a trabajar en la botica todas las maanas. Por las tardes, acuda como el agua a su
nuevo maestro. El recin llegado doctor Zavalza puso a sus pequeos pies su persona y
sus conocimientos y le pidió que lo acompaara durante las consultas.
A cambio del Daniel que centelleaba de vez en cuando, y que estaba perdido desde el
ao anterior, Emilia encontró en esa presencia menos drstica pero ms generosa, a un
hombre inteligente y bueno de esos que, como deca Josefa, no abundan en el mundo.
Adems no hubiera podido dar con mejor maestro. Zavalza saba un montón de cosas y
las comparta sin ostentación. Le gustaban las enseanzas que Emilia traa del doctor
Cuenca y se diverta escuchando los argumentos ticos que ella le aprendió de memoria al
viejo maestro. Entre enfermo y enfermo, Emilia regaba el consultorio de aforismos y Zaval-
za la oa como quien oye una sonata de Bach. Su voz lo haba encantado desde la primera
vez, tanto que en las noches, cuando su muda recmara de soltero no lo dejaba dormir en
paz, l cerraba los ojos y la oa como al eco de un deseo. Tena voz de cristales y de ruina,
canturreaba el final de las palabras como sólo hace la gente que ha vivido cada hora de su
vida entre campanarios. Para colmo, viva fascinada por la misma ciencia furiosa que haba
llevado a Zavalza a olvidarse de las finanzas y el comercio, de los viajes y las tierras, el po-
der y la herencia que estaban para l. Su padre le haba concedido el capricho de convertir-
se en mdico, pero siempre creyó que al terminar la carrera su hijo preferira la comodidad
de administrar una herencia al purgatorio de sobrevivir entre la podredumbre y el desnimo
que puede ser la vida de un mdico. La verdadera fortuna de aquel padre fue morirse antes
de que la batalla con la contundencia profesional de su hijo resultara necesaria. Dejó en-
cargado de darla a su hermano el obispo de Puebla, clrigo al que Zavalza ni respetaba del
todo, ni hubiera obedecido jams. Prefera dedicar su talento y sus horas a llevarle la con-
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