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Librodot Los reyes malditos VI - La flor de lis y el león Maurice Druon
-¡No le hagáis mal a su cuerpo! -gritó Isabel-. Es caballero valeroso nuestro bien amado
amigo; recordad que le debéis el trono.
Los conjurados vacilaban. ¿Iba a haber lucha, y tendrían que matar a Mortimer ante los ojos
de la reina?
-Ya se ha cobrado bastante por haber anticipado mi reinado. Vamos, my Lords, detenedlo -
ordenó el joven rey, mientras apartaba a su madre y hacía señal a sus compañeros de que
avanzaran.
Montaigu, los Bohun, Lord Molins y Juan Nevill, por cuyo brazo corría sangre sin que él se
preocupara, rodearon a Mortimer. Dos hachas se levantaron detrás de él, tres espadas se dirigieron
hacia sus flancos, una mano se abatió sobre su brazo para hacerle soltar la espada. Lo empujaron
hacia la puerta. En el momento de atravesarla, Mortimer se volvió:
-¡Adiós, Isabel, reina mía -exclamó-; nos hemos querido mucho!
Y era verdad. El más grande, el más espectacular, el más devastador amor del siglo, que
había comenzado como una hazaña de caballería y había emocionado a todas las cortes de Europa,
incluso a la Santa Sede; aquella pásión que había reunido una flota, y equipado un ejército, se había
consumido en un poder tiránico y sangriento, y concluía entre cortantes hachas, a la luz de una
antorcha humeante. Roger Mortimer, octavo barón de Wigmore, antiguo Gran Juan de Irlanda,
primer conde de las Marcas, era llevado a prisión, y su real amante, en camisón, se desplomaba al
pie del lecho.
Antes del alba, Bereford, Daverill, Wynyard y los principales partidarios de Mortimer eran
detenidos; luego, algunos se lanzaron en persecución del senescal Maltravers, de Gournay y Ogle,
los tres asesinos de Eduardo II, que se habían dado a la fuga.
A la mañana siguiente, la multitud estaba apiñada en las calles de Nottingham y gritaba su
júbilo al paso de la escolta que llevaba en una carreta, suprema vergüenza para un caballero, a
Mortimer encadenado. Cuello-Torcido, con la oreja apoyada en el hombro estaba en primera fila de
la población, y aunque sus ojos enfermos apenas veían el cortejo, bailaba y lanzaba al aire su gorro.
-¿Adonde lo llevan? -preguntaba la gente.
-A la Torre de Londres.
III. Hacia los Common Gallows.
Los cuervos de la Torre viven mucho tiempo, más de cien años, según se dice. El mismo
enorme cuervo, atento y taimado, que siete años antes intentaba picar los ojos del prisionero a
través de los barrotes del tragaluz, había vuelto a apostarse delante de la celda.
¿Habían asignado a Mortimer por burla el mismo calabozo de otro tiempo? En el mismo
sitio en el que el padre lo había tenido encerrado durante diecisiete meses, el hijo lo tenía cautivo a
su vez. Mortimer se decía que debía de haber en su índole, en su persona, algo que lo hacía
intolerable a la autoridad real, o que a el le hacía insoportable esa autoridad. De cualquier forma, un
rey y el no podían estar en la misma nación, y era preciso que uno de los dos desapareciera. Había
suprimido a un rey; otro rey lo iba a suprimir. Es una gran desgracia haber nacido con alma de
monarca cuando no se está designado a reinar.
Mortimer, esta vez, no tenía ningún deseo de evadirse. Tenía la impresión de haber muerto
en Nottingham. Para los seres como el, dominados por el orgullo, y cuyas mayores ambiciones han
quedado satisfechas por un tiempo, la caída equivale a la muerte. El verdadero Mortimer estaba
inscrito ya, y para la eternidad humana, en las crónicas de Inglaterra; el calabozo de la Torre no
contenía más que su indiferente envoltura carnal.
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Cosa singular, esta envoltura había reencontrado sus costumbres. De la misma manera que
al volver a la casa familiar, después de veinte años de ausencia, la rodilla, por una especie de
memoria muscular, se apoya sobre la puerta que se resistía en otro tiempo, o bien el pie se coloca
en la parte más ancha de un escalón para evitar el borde gastado, Mortimer había vuelto a adquirir
los gestos de su anterior detención. Podía, por la noche, dar los pocos pasos que separaban el
tragaluz del muro sin tropezar nunca; desde su entrada había colocado el escabel en su antiguo
lugar; reconocía los ruidos familiares, el relevo de la guardia, el campaneo de los oficios en la
capilla de San Pedro; y todo sin el menor esfuerzo de atención. Sabía la hora en que le traían la
comida, apenas menos mala que en tiempos del innoble condestable Seagrave.
Debido a que el barbero Ogle le había servido de emisario la primera vez para organizar su
fuga, prohibieron la entrada de cualquier otro barbero para afeitarle, y la barba de un mes poblaba
sus mejillas. Pero aparte de esto, todo era igual, hasta aquel cuervo al que MOrtimer había
bautizado en otro tiempo con el nombre de «Eduardo» que fingía dormir y abría de vez en cuando
su ojo redondo para meter su grueso pico a través de los barrotes. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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